¿Quién no ha sentido nunca la
sensación de, a medida que está haciendo un trabajo, verse cada vez más cerca
de la meta y cuando roza la cinta de la llegada con la yema de los dedos ver
como la meta se vuelve a alejar?
Esa sensación me invade desde
hace tiempo, pero no tengo la exclusiva. Podríamos hablar de una de las
paradojas de Zenón, pero lo primero que me ha venido a la cabeza a cuenta de
este tema es el mito de Sísifo, que suena a jugador de fútbol pero es un personaje
de la mitología griega.
El buen hombre (o mal hombre, si
se lee la historia, aunque no entraré en descalificaciones personales porque no
tengo el gusto de conocerle) trató de esquivar a la muerte de varias maneras
(quien quiera ampliar detalle que lea un poquito, que si no esto va a ser más
largo que un día sin pan) y los dioses lo castigaron a empujar una piedra
enorme (si Sísifo hubiera sido de Bilbao seguro que no le parecía tan grande)
cuesta arriba por una ladera empinada, con tan mala fortuna (más bien mala
leche divina) de que la piedra rodaba hacia abajo antes de que alcanzase la
cima de la colina.
Sin ánimo de entrar en
comparaciones, me miro en el espejo (lo menos posible, todo sea dicho) y
veo que no es sólo que la piedra ruede
cuesta abajo, sino que me persigue (como le pasa al Coyote cuando se la quiere
jugar al Correcaminos, pero de esto hablaremos otro día). Esperemos que no nos
aplaste y que el castigo, a diferencia de lo que le ocurrió al gixajua de
Sísifo, no sea eterno.
Por darle un poco la vuelta al
tema, pensemos que si le damos un meneo fuerte a la piedra, igual llegamos a
llevarla hasta la cima o más allá (que a brutos no nos gana nadie), y hagámoslo
convencidos y teniendo fe en que nuestro esfuerzo tendrá su recompensa, o
aunque sea, que no tenemos nada de los que arrepentirnos.
Esto de “¡Que nos quiten lo
bailao!”, lo pensaba también –aquí engarzamos con la recomendación musical del
día- la grandísima dama de la canción francesa, con garra, carácter, … (parece
una presentación de José Luis Moreno): Edith Piaf, en un tema que supone
prácticamente un testamento vital (por cierto, los jóvenes veinteañeros no
conocen a Edith Piaf, ¿dónde vamos a llegar?): “Je ne regrette rien”, la canción que esperaba la Piaf para su regreso al Olympia de París tras un año de parón por problemas de salud (que acabarían con ella tres años mas tarde).
Un pequeño fragmento de la letra nos hace ver la dimensión de la canción que adquirió de inmediato la categoría de mito:
Non, rien de rien
Non, je ne regrette rien
Ni le bien qu'on m'a fait, ni le mal
Tout ça m'est bien égal
Non, rien de rien
Non, je ne regrette rien
C'est payé, balayé, oublié
Je me fous du passé
Non, je ne regrette rien
Ni le bien qu'on m'a fait, ni le mal
Tout ça m'est bien égal
Non, rien de rien
Non, je ne regrette rien
C'est payé, balayé, oublié
Je me fous du passé
No, no me arrepiento de nada
Ni el bien que me han hecho, ni el mal
Todo eso me da lo mismo
No, nada de nada
No, no me arrepiento de nada
Está pagado, barrido, olvidado
Me da lo mismo el pasado
Ni el bien que me han hecho, ni el mal
Todo eso me da lo mismo
No, nada de nada
No, no me arrepiento de nada
Está pagado, barrido, olvidado
Me da lo mismo el pasado