miércoles, 15 de agosto de 2007

Una noche en la ópera: la función y la guinda final

Después de todas las vicisitudes sufridas hasta entonces la tarde sólo podía mejorar. Nunca había estado en el auditorio principal del Kursaal y la verdad es que impresiona, sobre todo si tienes la ocasión de ocupar las localidades más altas (las butacas principales habían volado con tremenda rapidez y, evidentemente, las primeras filas quedaban reservadas para los gerifaltes). A pesar de que el escenario quedaba muy lejos y se veía todo pequeño y muy abajo (la próxima vez iré con impertinentes) aquello me parecía la cumbre de los auditorios acostumbrado a la pequeñez, estrechez e incomodidad del Amaia de Irun.

Eso sí, por muy elegante que sea el sitio aquello de que “Aunque la mona se vista de seda mona se queda” se cumple en Irun, en la capital y en Tegucigalpa. Hay mucha gente que va a figurar y que no guarda las mínimas normas de cortesía: ya no hablo de etiqueta, porque aquello de que a la ópera se va de punta en blanco es algo muy clasista y ha quedado en el baúl de los recuerdos, sino de toda esa gente que está esperando a que comience la función para abrir el bolso, sacar el caramelito, quitarle el plástico, carraspear, ... o los que se aburren antes de tiempo y se dedican a mirar la hora en el reloj haciendo uso de su esfera luminosa.

Pero bueno, a pesar de eso y otras cosas, cada vez que se apagan las luces y sube el telón se me pone la piel de gallina porque sé que puedo disfrutar de un espectáculo sin igual, aunque a veces las expectativas superen ligeramente al resultado. La verdad es que la representación no fue memorable; no me voy a meter con el quehacer de los cantantes y los músicos, porque para eso ya están los críticos (a los que muchas veces no hago caso, porque no me considero de sabiduría tal como para apreciar esos detalles de los que hablan sólo por el placer de leerse al día siguiente), pero quizás esperaba algo más de la puesta en escena de la que tanto se había hablado. Tratándose de una historia de fantasía, me pareció un poco escasa de recursos, rozando la racanería. Aún así, la experiencia fue grata y prometo intentar repetir el año que viene.

La música había enderezado la tarde y la guinda al pastel vendría tras la cena, cuando un dúo nos amenizó con sus instrumentos y voces recordando el repertorio clásico vasco nos dio tiempo a recordar a Benito, Oskorri, Mikel Laboa, Pantxoa eta Peio, Xabier Lete, ... Me habría quedado toda la noche. Me sorprendió la cara de algunos transeúntes, manzanillos y chiquilicuatros en su mayoría, que miraban como las vacas al tren como si sus corazones fueran insensibles al espectáculo. Hola altxako degu herria!

lunes, 13 de agosto de 2007

Una noche en la ópera: La previa

Curioso día el sábado, el día del descanso si hacemos caso a su etimología, aunque no resultó ser tal. Tenía apuntada la cita desde hace un mes con la Quincena Musical (sin necesidar esos trastos del infierno que usan a todas horas los desmemoriados, las agendas electrónicas) para la representación de Los Cuentos de Hoffman, espectáculo prometedor a todas luces (eso vendrá más tarde) con lo que tomé rumbo hacia esa capital de provincia tan querida por mí.

Como hombre de paz que soy iba con buenos propósitos: llegar prontito, aparcar, dar una vuelta para mirar discos de música clásica en una de las tiendas de una conocida cadena de venta de cultura y otros enseres, tomar un café y dirigirme al Kursaal.

Primera dificultad: aparcar. Reconozco que cuando voy a la capital me doy cierto aire a Paco Martínez Soria en “La ciudad no es para mí” (qué se le va a hacer, la boina me sienta muy bien y se me ha quedado encajada a rosca) por lo que pienso que meter el coche en un parking a las cuatro de la tarde será lo más fácil. Pues va a ser que no es tan sencillo porque primero hay que lograr entrar en el parking sin que se te cuelen los jetas que te abordan por los lados, y una vez dentro hay que usar las cartas del tarot para adivinar en qué planta puede estar la plaza que se ha librado.

Segunda dificultad: dinero. La tecnología al servicio de los ciudadanos. Como tengo que saldar deudas con la persona que me ha cogido la entrada intento que el noble acto de insertar un tarjeta de plástico en una ranura y darle a cuatro teclas se vea recompensado con unos billetes (da igual que sean nuevos o usados). Ya le dijo Pedro a Jesús hablando acerca del perdón: “Maestro, siete veces perdonaré si es necesario”, a lo que Jesús respondió: “Setenta veces siete habrás de perdonar”. Pues eso mismo, setenta veces siete intenté sacar dinero y otras tantas me lo negaron los innumerables cajeros del diablo. Me acordé de la pena negra, la Carmen de Barbastro y las señoritas de moral distraída de cierta localidad riojana, pero de nada sirvió. Como diría un ilustre caballero: ¿Por qué es todo tan complicado?

Frustrado, cabreado como un mono y encima en tierra extranjera de alguna manera había que hacer tiempo por lo que, aunque sin dinero tocaba ir a mirar discos. ¡Qué obscenidad de precios! Escuchar a Big Luciano cantando Che gelida manina no tiene precio, pero ¡caramba! 36 euros son muchos euros. Por lo tanto, aunque la estima que le tengo a la SGAE me lleva a desaprobar ciertas acciones ilegales que se pueden llevar a cabo valiéndose de los medios adecuados, me solidarizo con aquellos amantes del arte que no ven otro modo de poder gozar de las bellas melodías (los que usan los mismos medios para bajarse canciones de Melendi y otros pelones no entran en este grupo).

En resumen, toda la perfecta planificación se fue a tomar viento fresco y aportó un granito de arena más a mi tormentosa relación con la ciudad de las magdalenas (no va con doble sentido, porque va en minúscula).